A lo largo de mi vida, los cafés han sido testigos de las más importantes conversaciones, de las más secretas confidencias, de los mejores y los peores momentos. Leo en Rayuela un fragmento que no puedo más que alabar:
We make our meek adjustments,
Contented with such random consolations
As the wind deposits
In slithered and too ample pockets.
Pero [los cafés] son más que eso, son el territorio neutral para los apátridas del alma, el centro inmóvil de la rueda desde donde uno puede alcanzarse a sí mismo en plena carrera, verse entrar y salir como un maníaco, envuelto en mujeres o pagarés o tesis epistemológicas, y mientras revuelve el café en la tacita que va de boca en boca por el filo de los días, puede desapegadamente intentar la revisión y el balance, igualmente alejado del yo que entró hace una hora en el café y del yo que saldrá dentro de otra hora.
Autotestigo y autojuez, autobiógrafo irónico entre dos cigarrillos.
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